lunes, 23 de marzo de 2009

Ficheras y teiboleras de Saltillo II

Segunda parte: ¿Bailando por un sueño?

En la vida todo es evolución, la eterna transformación para sobrevivir adaptándose a lo que sea. Las antiguas ficheras también tuvieron su salto evolutivo, digno de ser estudiado por Charles Darwin, al transformarse en las modernas teiboleras.

Aunque los salones de baile no desaparecieron, ahora el lugar por excelencia para disfrutar la alquilada compañía de mujeres es el llamado table dance.

Es por demás conocido que en Saltillo no existen "teibols"... la autoridad tolera el funcionamiento de un cine porno "sólo para hombres", la prostitución en La Alameda, en calles y bares, pero antros de perdición como los malditos table dance están ¡pro-hi-bi-dos!

Eso es en términos generales, pues existe en la colonia Guerrero un pequeño reducto llamado la Ciudad Sanitaria (sic). Un paraíso para quienes les gusta vivir de noche. Es ahí, en la zona de tolerancia, donde se ubican los únicos dos o tres table dance de la capital coahuilense.

Entre pachangas y cariñosas

La primera visita a la Ciudad Sanitaria de Saltillo es casi una experiencia mística, es como un temascal donde todos y cada uno de tus sentidos se agudizan. Todo lo ves, lo oyes, lo hueles y lo sientes con mayor intensidad.

Ya sea que llegues en taxi o en tu propio "mueble", tienes que pasar por el filtro del Ayuntamiento en el que pagas 5 pesotes a manera cover y, acto seguido, hay que dejarle pa'l café al policía municipal que se encarga de realizarte una revisión corporal de rutina... Eso debería ser una señal, una advertencia de que saldrás de ahí manoseado y sin dinero.

En aquel extraño lugar hay de todo, como en botica. Salones de baile, teibols, billares, restaurantitos, tienditas y cuartos pa'l pisa y corre. Todo en sólo cuatro pequeñas, jodidas y polvorientas calles.

El primer encuentro con una fichera fue fugaz. Una mujer malencarada se me acerca y me invita a bailar: "Ándale güero, vamos a bailar pa' hacerme la cruz". Le digo que no traigo cambio y le agradezco el cumplido, pero insiste: "Vamos pues, no te voy a cobrar, es pa' la buena suerte" y me jala del brazo hacia la pista.

La mujer me aprieta fuerte y es ella quién inicia el interrogatorio para descubrir cómo me llamo, en dónde trabajo y en qué colonia vivo.

Por un momento siento cómo podría ser una fichera, pues me sigue apretando mientras intento tomar distancia -sin perder el paso, desde luego- y contesto a medias a cada una de sus preguntas.

Al fin termina la canción y le agradezco una vez más el gesto. Pretendo que me suelte la mano y su rostro se transforma: "No me sueltes, qué vergüenza, nos están viendo... no me dejes sola", repite casi balbuceando y es cuando me percato que mi extraño sex appeal obedece a que la mujer está dopada. Como puedo me suelto y huyo.

Apurado camino unos cuantos metros y entro en la siguiente puerta. Aún no me acostumbro a la oscuridad cuando soy flanqueado por dos horrendos tipos vestidos de mujer. ¡No mames! Doy media vuelta y, literalmente, me detienen de los huevos. "No te vayas papi, quédate un ratito", me dice una voz que aún taladra mis oídos. No está de más decir que salí despavorido.

Llego al Pachangas y me siento como rayo en una de las mesas próximas a la pasarela donde baila una joven con el pecho descubierto. La observo fijamente por varios minutos, casi sin parpadear, como si mi mente quisiera reivindicar mi abollada heterosexualidad.

Al terminar el show de Alexa, el "diyei" pide aplausos y programa una canción que desconozco, pero que es "puro Colombia" y provoca la locura de los parroquianos que se abalanzan sobre pista para mostrar sus mejores pasos, en tanto, los más afortunados amacizan a las teiboleras para bailárselas "de a gratis".

Una vez recobrada la confianza, salgo del lugar y me encuentro a una mujer con un escote descomunal que me invita a acercarme. "¿Qué onda, vamos al cuarto?", cuestiona y como la desairo me exige invitarle una caguama en desagravio. Acepto.

En una pequeña cantina, Norma me cuenta que cada fin de semana viene a Saltillo desde Monclova para laborar en la ficha y el talón. Su familia cree que viene a trabajar en servicios de banquetes, sin saber que son sus propias carnes las que están en el buffet.

"Comencé a venir porque me invitó una vecina. Yo veía que ganaba dinero y se compraba cosas... le pregunté qué hacía y primero me dijo que trabajaba en banquetes, pero después me contó la verdad porque le dije que quería trabajar con ella", comenta entre sorbo y sorbo.

Aunque no quiso decirme su edad, su rostro aparenta andar en los 30s. Es dejada y tiene un hijo de 10 años. "Si comencé a bailar y putear fue por él, para comprarle las cosas de la escuela y que no falte comida en la mesa", argumenta.

Minutos después termina la cerveza y, por ende, la charla.

Sigo el recorrido y mis ojos se topan con una fachada que no puede ser más atractiva: El túnel de las cariñosas. Detrás de la cortina que sirve de puerta se encuentra una decena de mesas llenas al tope. El reguetón sirve de pauta para que Vanessa muestre sus mejores pasos de baile y su habilidad en el tubo.

Una chica me abraza por la retaguardia y me saluda de beso. Quiere que le invite una copa, pero le digo que no y le miento: "Al rato, voy llegando y espero a unos amigos". Antes de retirarse se acerca a mi oído y susurra: "También hago cuartos".

Desde la barra una mujer enorme, tal vez de 1.80 metros -con sus mega zapatillas de plataforma- me llama y me dejo llevar por el canto de las sirenas. Como todo es negocio, también me pide una copa y se la brindo, mientras que la chica que desprecié momentos antes me observa como diciendo "qué poca madre".

El reguetón sigue y el show también, pero mi atención se centra en Linda, regiomontana con más de 8 años de teibolera en tierras saltillenses.

"¿Desde cuándo bailo?... Uhh, hace ya mucho rato, empecé en otro lugar que ya cerró, se llamaba el Cueros y era el más visitado de aquí, así como ahora El Túnel", recuerda un tanto nostálgica.

Su rostro cambia cuando le pregunto el por qué comenzó a bailar y prostituirse. "Primero fue para que mis dos hermanos estudiaran, ya hicieron la prepa y hasta la carrera allá en Monterrey, pero ahora sigo para pagarle el tratamiento de cáncer a mi mami".

Sus ojos se llenan de lágrimas y asegura que a pesar de que su vida ha sido muy dura, volvería a hacer cada uno de sus sacrificios para sacar adelante a su familia. "Ahora, si supiera que hay remedio para mi mami, haría esto y más por ella...", expresa y se niega a seguir platicando. Me abraza y se refugia en un pequeño cuarto que les sirve de vestidor.

En la pista, Kenia arranca suspiros con su cadera king size. "¡Esos son culos, no los que corrieron!", grita un espontáneo.

Junto a la puerta, me topo con una joven muy guapa y sólo por inercia le repito la frase que minutos antes me dijeron: "¿Qué onda, haces cuartos?"... "Ni que fuera albañil", contesta y me da la espalda riéndose. Es cuando decido que es hora de ir a dormir.

Camino a la salida, una anciana me llama a su cuarto y finjo demencia, a pesar de la enorme curiosidad que siento por conocer qué hace una mujer de su edad en ese lugar. Pero ya fueron demasiadas emociones para una sola noche.

Tiempo después supe que la madre de Linda murió. Ella, sigue bailando...


¡Agúr!

(Fotos: Cuartoscuro)

lunes, 9 de marzo de 2009

Ficheras y teiboleras de Saltillo I


Primera parte: Promotoras culturales

El cine nacional de las décadas de los 70s y 80s ofreció una imagen pícara del mundo de las ficheras en México, donde todo era felicidad y las mujeres aceptaban con singular alegría su condición de mercancía. Nada más lejos de la realidad.

En la actualidad, el oficio sigue vigente y Saltillo no es la excepción al ofrecer una gama de lugares donde se ejerce la "ficha", entendiéndola como el cobro que se hace por bailar, acompañar a los clientes y hacerlos consumir, ya sea en los tradicionales salones de baile o en los modernos table dance.

Las ficheras y su mutación, las teiboleras, forman parte ya de la cultura popular, sean o no socialmente aceptadas. Se pueden escribir extensos textos a favor o en contra de su actividad, pero no se puede negar su existencia. Es una realidad tangible, se puede tocar y bien.

En resumen, diría que la música es cultura, al igual que el baile, entonces las ficheras podrían considerarse una especie de promotoras culturales. ¡A huevo!...

Hagamos pues un recorrido por la Saltillo que abraza gustosa a los trasnochadores que buscan en las taloneras un poco de cariño y conozcamos las historias de algunas de las mujeres que en una misma noche pueden ser las reinas del baile, las mejores consejera y hasta las amantes que se entregan sin hacer mal modo, siempre y cuando les lleguen al precio.

El Indio y sus mujeres

En el bar El Padrino, ubicado allá por rumbos de El Indio, los hombres deben pagar un covercito, digamos accesible, mientras que las mujeres pasan "de gorra", siempre y cuando muestren al entrar su tarjeta sanitaria y no la credencial de elector, como ocurriría en los antros "convencionales".

Recién ingresas y te topas con un pasillo donde los parroquianos deambulan de un lado a otro, algunos tímidos, tal vez por ser su primera visita y otros, se ven dueños de la situación, en actitud "matadora".

El humo de los cigarros prácticamente nubla la vista, pero no impide ver las siluetas de las decenas de féminas que se arremolinan dentro. Al fondo sobresale la pista de baile, donde un grupo toca temas clásicos del repertorio nocturno como Pamela Chu y El Oso Polar. La interpretación es horrenda y el sonido deprimente, pero nadie protesta. ¿Quién pone atención a esos minúsculos detalles?

Repartidas por todo el lugar están las damas que esperan que un caballero las invite a bailar. Pero el problema es que ese "caballero" nunca llega, siempre es el fulano con la hormona hasta el tope, medio borracho y que se les arrima e intenta a toda costa tocarles el trasero. Ellas jamás dicen que no, pues se paga por adelantado: Diez pesotes por pieza.

Ataviadas con sus mejores galas, mujeres de todas las edades muestran sus más ensayados pasos para impresionar a los clientes. Son maestras del jala'o y el hazte pa' allá que me aplastas las chichis.

Hay de todo: Jóvenes y maduritas, morenas y rubias, altas y bajitas, feas como la fregada y guapas (lo mismo que los clientes, así que la cosa es pareja). También están las que se dejan agarrar la nalga sin chistar y las renuentes, las que van al cuarto y las que sólo son pareja de baile.

Marta es de las decentes, al menos eso dice. Desde hace siete meses se dedica a la ficha para completar el gasto. A ella no le importa la política ni la matanza de ballenas, pues su mayor preocupación es que sus dos hijos coman y tengan lo necesario para ir a la escuela.

Cansada de lidiar con un mal hombre, un hijo de la chingada -en sus propias palabras-, decidió criar sola a sus vástagos, de 12 y 7 años.

"Yo estoy aquí por ellos, para que no les falte nada y en las mañanas que llego a la casa no me avergüenzo de nada, no hago nada malo, sólo bailo... soy niña buena", asegura con una sonrisa coqueta que ilumina su rostro que roza los 40.

Sus pequeños y demás familiares creen que trabaja limpiando oficinas por las noches, sin imaginarse que los únicos pisos que talla son los de las pistas.

"Aquí hay que aguantar de todo: Apretones, mal aliento, viejos feos y pláticas aburridas, pero siempre poniendo cara de que una está muy contenta", expresa.

La conversación es interrumpida por un señor de unos 50 y tantos años que, sin respetar mi presencia, toma a Marta de un brazo y la encamina hacia el área de baile. Luego de avanzar unos pasos, ella se detiene y regresa hasta mí: "Ni modo papi, tengo que trabajar... porque tú eres pura platiquita y mis hijos tienen que comer".

Entre las mesas, cualquiera puede confundirse con la prole y disfrutar del anonimato. Mis ojos recorren las mesas, los rostros y los escotes en busca de alguien más que tenga un par de minutos para contarme un poco de su vida.

En un rincón hay una joven que parece no encajar con el resto. Su look es más parecido al de una emo que a la típica "tacón dorado". El cabello le cubre medio rostro, usa minifalda y unas mallas a rayas de colores. En la espalda y cintura luce un par de tatuajes y un piercing en su ceja izquierda.

Hago un par de intentos -bastante torpes- para entablar una charla, pero me ignora olímpicamente y es entonces que hago mi jugada maestra... ¡la saco a bailar!

La mitad de la primera rola la invierto en concentrarme para no perder el paso, pero luego recuerdo que -además de que tengo dos pies izquierdos- mi presencia en el lugar no es por goce, sino como cazador de historias.

Mientras sigue aquella pegajosa melodía -pésimamente bailada por ambos- me cuenta que es estudiante y que se inició en la ficha para no pedirles dinero a sus papás.

"Yo no vengo siempre... sólo una vez cada dos o tres semanas, porque ya no me gusta pedir dinero en la casa", relata quien dijo llamarse Rita, "así cuando vengo junto mi dinerito y me lo gasto en lo que se me antoja".

Antes de abandonar el lugar, me encuentro con una señora que fácilmente pasa los 50 años. Está en una mesa, casi en la puerta. Relegada por quienes buscan una compañía más juvenil.

Elsa sí es una asistente habitual y, como dice, le entra a lo que sea.

"Mira, yo ya pasé por todo... me casé y tuve hijos, me divorcié y mis hijos ya se casaron. Vengo porque de aquí saco para la casa, porque mis hijos trabajan para sus familias", relata.

"La competencia está canija, hay muchas chamacas y otras ya mayorcitas que están más buenas y pues me conformo con lo que sea. Chamba es chamba", sentencia y le echa un trago a su cerveza.

Aunque mis sentidos comienzan a acostumbrarse a las cumbias, algo me dice que es hora de marcharme y salgo por aquella puerta dejando atrás decenas de historias que tal vez nunca sean contadas...


¡Agúr! Esperen pronto la segunda entrega.

(Fotos: Cuartoscuro)